RELATOS – MARTON 23: VELAS AMARILLAS

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Cuando mi grito se silenció, tras recorrer la bahía y desvanecerse entre la maleza, escuché su voz.

¡Era Jacayl!

La voz provenía de las entrañas del barco, así que me lancé escalas abajo, llamándola a voz en grito. La oscuridad y el mal olor me dieron la bienvenida al interior de la embarcación; lo segundo no me importó en absoluto, pero para afrontar lo primero agarré una antorcha que colgaba de un mamparo, junto a la escala que descendía de cubierta, y que prendí con el pedernal que encontré, no demasiado oculto. Bajé. En la cubierta inferior, dentro de lo que probablemente sería una jaula para animales, entre barriles y maderos, estaba ella, aferrada a los barrotes, prácticamente desnuda: en ropa interior, sonriéndome y con la cara llena de manchurrones.

Estoy bien, me dijo; se han ido. Recuerdo que sonreí y me abalancé sobre los barrotes, afirmando que sí, que se habían marchado al fin.

La puerta estaba cerrada, así que busqué algo con lo que romper la cerradura, después de registrar el camarote del capitán y comprender que no encontraría la llave, ni allí ni probablemente en ninguna otra parte. Un hacha abandonada y unos cuantos hachazos liberaron a Jacayl de su cautiverio, y, al salir, nos fundimos en un largo abrazo.

Contemplando el horizonte que se dibujaba bajo el sol poniente, desde los acantilados, en el que ya no se apreciaba vela alguna, Jacayl me contó que, cuando los hombres de Qarsan habían avistado el navío en lontananza, Budd “El Gordo”, como se referían a él el resto de patanes, a quien había sido encomendada la labor de vigilancia y manutención de la “princesita”, como solía llamarla él, le había confesado que el barco avistado era un navío de guerra de enormes velas amarillas. El Gordo, la única persona de la guarnición de Qarsan que la había tratado medianamente bien, le había aconsejado quitarse las ropas, que él escondería para que nadie pudiera dar con ellas. Aquel último acto amable de aquel delincuente, probablemente uno de los pocos que cometería en su despreciable vida, había salvado a Jacayl. Cuando el navío se había abarloado a la carraca y su Capitán le había comunicado a Qarsan que todos los hombres eran llamados, por orden del rey, a combatir en la guerra, Budd había bajado hasta las profundidades del barco para aconsejarle a Jacayl que no hiciera ruido, que nadie bajaría hasta aquel apestoso rincón a buscarla. Tenía razón. Nadie descendió hasta el lugar más sucio del barco a por ella, y Jacayl pasó aquellas últimas horas sola y en silencio. Finalmente había escuchado cómo se levaban las anclas del otro barco y cómo se iban desvaneciendo los gritos de su tripulación, hasta quedar inmersa en un sosiego apaciguador. No volvió a ver a Qarsan, quien no bajó a despedirse de ella, ni acabó con su vida, ni se la entregó a aquel nuevo Capitán. Tan sólo la dejó allí: sola y abandonada a su suerte, consciente de que acabaría muriendo de hambre y sed. Probablemente aquel tirano ya habría supuesto que algo malo le había sucedido a mi barcaza y a sus hombres, así que dudo que creyera que finalmente yo la fuera a rescatar. Pobre desgraciado, el gordinflón; él se marchó a la guerra y nosotros permanecimos allí, en nuestro paraíso.

En nuestro hogar.

Velas amarillas, musitó Jacayl; Solkha, añadió, mirando hacia el Oeste. Me contó que su padre se había opuesto fervientemente a la guerra, pero que el resto de monarcas no pensaban como él, motivo por el que había sido derrocado y encerrado en una celda. El Clan consideraba a su madre responsable de las decisiones de su padre, la culpaba de alta traición y la condenaba a muerte. Del destino que les deparaba a ellos, poco sabía Jacayl. Por fortuna, ella, sus hermanos y su madre habían logrado huir, gracias a la ayuda de Haanna. No obstante, ella había caído por la borda del barco en el que escapaban y ahora no tenía ni idea de si su madre y sus hermanos habían sido capturados o si habrían logrado ponerse a salvo.

Cogí la mano de Jacayl y nos miramos, y le aseguré que todo saldría bien y que yo cuidaría de ella, con la inocencia de un niño que, pese a haber sufrido tanto ya, seguía siendo un niño.

Surfer Rule
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