RELATOS: MARTON 2. TSUO-PO

Relato de Xisco Calafat.

No recuerdo cuántos días pasé en alta mar.

Navegaba, pescaba, lloraba, gritaba; luego caía derrotado por el cansancio y me despertaba sudando, agitado. Pensaba en él, pero sobre todo en ella. Les culpaba. Me habían dejado allí solo, así que los maldecía, les suplicaba y les volvía a maldecir; y luego les pedía perdón. Y así día tras día.

Deseé morir en cada una de aquellas tormentas que me atacaban ferozmente en alta mar, pero la Tempestad aguantó en cada sacudida. Me salvó la vida.

Días después sucedió algo: era de noche y el cielo estaba completamente despejado. Las dos lunas se habían ido consumiendo con los días y su brillo se había ido apagando, hasta desaparecer por completo. Yo pensaba en ellos, tendido en cubierta, mirando al oscuro océano. Entonces una luz centelleó en el fondo; primero tenue, luego brillante. Y de repente el mar resplandeció. Las luces danzaban bajo el barco e iluminaban su casco. Me quedé completamente paralizado, maravillado.

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Eran ellos.

Ahora sé que lo que iluminó el mar esa noche fueron las medusas del Océano Olvidado, y aún así sigo pensando que eran ellos.

Aquella noche fui feliz y desde ese instante comencé a creer que mis padres soplaban las velas que mantenían mi nave en movimiento. Siempre estarían allí: en el mar, junto a mí; en mi corazón. No debía estar aterrado, sino que había llegado el momento de hacerme el hombre que, con trabajo y cariño, ellos habían forjado.

Aquello también me salvó la vida.

Semanas después avisté tierra por primera vez.

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No tenía intención de volver al lugar que me había visto nacer, al menos de momento, así que había puesto rumbo al oeste, lejos. Apenas había llovido esos días, pero mi padre y yo ya habíamos partido con reservas de agua en abundancia, lo que me permitiría recorrer muchas leguas sin tener que preocuparme de eso. Pescaba, así que tenía todo lo necesario.

Al ver la silueta de la isla por primera vez me asusté. Me había acostumbrado a la soledad y me aterraba que alguien pudiera hacerme daño. No sabía si pasar de largo o detenerme en aquel desconocido paraje, así que arrié las velas y me quedé sentado junto a la caña del timón, observando.

La corriente hacía que la isla se viera cada vez más grande, y pronto pude diferenciar los colores de las flores y los árboles que formaban sus grandes bosques. La isla no era muy grande, o al menos eso me pareció en ese momento, y aún así, dos enormes montañas custodiaban sus playas y le daban poder al emplazamiento. Temía acercarme, pero no hice nada por remediarlo. Aquel lugar tenía un poderoso magnetismo, y, lentamente, me fue atrayendo.

Antes de que pudiera darme cuenta, un estruendo como no había escuchado jamás bloqueó mis sentidos. Y un instante después salí por la borda despedido.

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Cuando desperté, estaba tendido sobre la arena. Me dolía la cabeza. Tosí agua y vomité. Me alarmó la sangre que vi en mis brazos y en mis piernas, aunque me alegré de estar vivo.

Miré hacia el mar y vi la Tempestad varada cerca de la orilla. La botavara se había roto, y la jarcia firme sufría destrozos en obenques y burdas, así como en el casco. Presentaba el aspecto de quien hubiera vuelto de una batalla perdida; pero también había sobrevivido.

Me pregunté qué había sucedido. Me puse en pie y oteé el horizonte. Y entonces la vi.

Durante mi corta vida había visto infinidad de olas, tanto en alta mar como en el litoral: olas grandes y olas pequeñas; olas temibles, enormes y poderosas; olas que, sin duda, ponían en alerta al más experimentado capitán.

Pero aquello era distinto.

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El mar se alzaba de repente al horizonte, y un muro de agua se arrastraba hacia la isla a toda velocidad, produciendo un sonido estremecedor. Pensé que así debía sonar un ejército de hombres a caballo dispuestos a morir en una guerra. No se levantaba cerca de la orilla, y moría al poco de haberse alzado en armas, y aún así la podía ver y oír perfectamente, como si estuviera a mi lado. Cerré los ojos para sentirla, pero el miedo que me infundían sus caballos abría mis ojos de golpe, haciendo que me encontrara de nuevo cara a cara con ella. Jamás había visto nada igual.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí de pie, observando; horrorizado y a la vez maravillado. Me olvidé completamente de las magulladuras, y de la isla que se alzaba a mis espaldas y que me había atrapado entre sus montañas y sus olas. Al pensar en ello me giré y la contemplé; y en ese momento fui consciente por primera vez de la magnitud de la belleza que irradiaba ese lugar perdido en el océano.

Me quedé en la playa hasta que cayó el sol, y cuando lo hizo ya chisporroteaba la hoguera que, junto a la orilla, había encendido. La Tempestad estaba varada cerca, así que había ido hasta ella para coger agua, una manta y el pedernal con el que encendí el fuego. Comí pescado y me volví a quedar escuchando el sonido de aquellas monstruosas olas que me dejaban confinado.

«Es como un muro…» imaginé. «Un muro de poderosos jinetes en pie de guerra, armados hasta la muerte». Y, recordando el viejo idioma prohibido que me habían enseñado mis padres de crío, decidí llamar a aquella terrorífica ola Tsuo-Po, que quiere decir: muro de guerreros.

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Cuando desperté, Tsuo-Po había desaparecido, aunque sabía que no debía bajar la guardia. Iba a regresar. Lo presentía, podía sentir su energía. Intuía que, pese a no verla ni escucharla, aquella ola siempre estaría al acecho, y que, quizás, ya no me dejaría escapar de allí jamás.

Volví a la Tempestad y cogí el cuchillo de mi padre. Salté de nuevo al agua y caminé de vuelta hasta la playa. Me aprovisioné para el camino y me adentré en las sombras de sus coloridos bosques.

Había llegado el momento de explorar aquel lugar desconocido.

Para ilustrar este texto se han utilizado imágenes de la película Song of the Sea.

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