RELATOS – MARTON 7: MIRÓN

Marton 1.// Marton 2.// Marton 3.// Marton 4. // Marton 5. // Marton 6.

Yo seguía sentado en la arena de la playa, en la linde del bosque, cuando la sombra que me había estado acechando emergió de la oscuridad. Volvió a gritar; creo que yo también. Pero enseguida me di cuenta de que no había nada que temer. Sus ojos, que me habían infundado un miedo atroz al permanecer ocultos entre la espesura, me resultaban ahora amables, amigos. Se echó a reír, supongo que divertido por mis gritos, en una graciosa mueca que le dejaba la dentadura al descubierto; conservaba todos los dientes de abajo, pero arriba apenas tenía cuatro, separados y sujetos a una amplia encía rosa. Comenzó a dar pequeños saltos y a rascarse la cabeza. Se acercó a mí y se sentó a mi lado, observándome, sin dejar de sonreír.

–Me has asustado –musité.

Había pasado las últimas horas aterrorizado, creyendo que estaba siendo acechado por piratas, esperando el momento en el que una mano enfundada en un guante negro blandiese el sable que me fuera a rebanar el cuello y acabar así con mi vida. Sin embargo, aquél de quien había estado huyendo, reía y saltaba ahora frente a mí. Se metió dos dedos en la boca y me sacó la lengua, consiguiendo que yo también me echara a reír.

No era la primera vez que veía un mono. Años atrás, una compañía circense que recorría las aldeas ofreciendo un espectáculo con animales, realizaba uno de sus números con monos, así que, cuando llegaron a la aldea en la que habíamos desembarcado para vender pescado, pude verlos de cerca. Mi padre me explicó entonces que esos animales venían de lugares remotos: espesos bosques y deshabitadas selvas, allí donde el hombre aún no había clavado el filo de su hacha; me contó que eran muy inteligentes, alegres y divertidos, y que, aún así, no debía fiarme de ellos. Pero el que me observaba a través de aquellos ojos casi humanos, sentado apaciblemente y tratando de hacerme sonreír, me pareció completamente inofensivo, así que presentí que no debía alarmarme.

–¿Fuiste tú quién me ayudó a salir del agujero? –le pregunté. Y como era de esperar, no me respondió.

Su largo pelaje era negro, aunque tenía una mancha agrisada en el pecho; su lampiño rostro, sus enormes orejas, sus manos y sus pies, eran de tonos claros, ligeramente rosados. A diferencia de los que había estado viendo en el espectáculo circense, éste no tenía cola; en realidad, observé, muchas cosas diferenciaban a los monos artistas del que sonreía frente a mí: aquellos eran marrones, más pequeños y mucho más inquietos; éste, sin embargo, se movía de un modo tranquilo, pausado; deduje que debía tratarse de una especie diferente. Me sorprendió su mirada, más parecida a la de un hombre que a la de un animal. No dejaba de observarme, inquisidor, y tuve la sensación de que en cualquier momento se echaría a hablar.

–¿Qué miras? –pregunté. No tengo comida.

Volvió a reír. Parecía haberme entendido; si era así, le debía parecer muy gracioso el hecho de que no tuviera qué comer y que probablemente fuera a morir de hambre en aquel hermoso lugar. Entonces caí en la cuenta de que sí llevaba comida: había llenado mis bolsillos de aquellos pequeños frutos que me habían parecido exquisitos, pero que no sabía si serían comestibles o venenosos. ¿De qué se alimentaría un mono?, pensé. Decidí comprobar si las bayas del bosque eran parte de su alimentación, ya que, en caso de ser así, me garantizaba el poder comerlas yo también. Metí la mano en el bolsillo y saqué una; él extendió su mano y la cogió, llevándosela de inmediato a la boca.

–No son venenosas –susurré cuando se la tragó.

Extendió su largo brazo nuevamente, pidiendo más. Volví a meter la mano en el bolsillo y lo vacié; y, en silencio, las devoramos todas.

–Habrá que ponerte un nombre –le dije. Observé que era un macho; un macho que seguía mirándome fijamente–. Llevas días observándome, ¿verdad? Creo que te voy a llamar Mirón. ¡Sí, te llamaré Mirón!

Mirón volvió a reírse y me sacó la lengua, mofándose. Pensé que debía tratarse de un mono joven; apenas un niño, igual que lo era yo.

–Vamos, Mirón –dije poniéndome en pie y ofreciéndole mi mano–; es hora de que me enseñes qué otras cosas ricas hay por aquí para comer.

Él miró hacia arriba con curiosidad y, sin pensárselo demasiado, se levantó y cogió mi mano con la suya. Y, agarrado a aquel nuevo amigo, volví a adentrarme en la isla.

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