RELATOS. MARTON 5. LA ISLA (TERCERA PARTE)

Relato de Xisco Calafat.

Marton 1.// Marton 2.// Marton 3.// Marton 4.

Cuando logré salir del agujero no vi a nadie. Aquello me alivió y me inquietó por igual.

Miré hacia los árboles, buscando a quien me había tendido la liana que me devolvía a la vida. El único movimiento que se percibía era el que le provocaba el suave viento a las altas ramas, entre las que se colaban los rayos de sol.

–¿Hola? –grité.

Pero nadie respondió. Y, sin embargo, el bosque hablaba.

–¿Hola? –volví a preguntar.

Me miré brazos y manos: llenos de arañazos; las ropas rasgadas. Una capa de barro cubría buena parte de mi cuerpo. Volví a mirar al cielo y me pregunté si no habría caído la liana por casualidad o si no habría sido cosa de los dioses; las ramas se agitaban con el viento y el entorno me envolvía con sus sonidos. La selva despertaba.

«Este lugar está vivo».

Estuve a punto de regresar hacia la playa, pero no quería abandonar el propósito por el que me había puesto en marcha el día anterior: tenía que comprobar si en la isla habitaba alguien más, aunque para aquel entonces ya no dudaba de que era así.

Comencé a caminar, ladera arriba.

El bosque fue cerrándose en torno a mí, a medida que avanzaba. Caí en la cuenta de que llevaba el cuchillo de mi padre colgado al cinto, y de que, por fortuna, no me lo había clavado en la caída; lo agarré y, blandiéndolo, penetré en la maraña. El terreno se elevaba a cada paso que daba, hasta convertirse en una empinada pendiente. A duras penas conseguí avanzar, hasta que, al rato, me encontré frente a una inmensa pared de piedra.

«Por aquí no puedo subir».

Di un rodeo y encontré un paso franqueable entre la espesura. El sol brillaba alto cuando escuché el tímido rumor del agua; estaba exhausto por la caminata y apenas me quedaba agua en la bota, y aun así continué subiendo, por un terreno cada vez más escarpado.

Cuando la vi.

Su belleza inundó mi corazón, igual que inundaba el corazón de la isla. Me quedé largo rato contemplándola, espiándola en silencio.

Seguí caminando para acercarme a ella, tratando de abrirme paso entre las rocas; estaba lejos, así que apenas podía oírla. Pero, a medida que me acerqué, fui sintiendo su energía y su fuerza. El murmullo se volvió intenso, hasta convertirse en un rugido.

Al llegar al lugar en el que retumbaba la cascada que caía del cielo, supe que aquella sería una de las cosas más bellas que vería en toda mi vida.

Y ahora sé que no me equivocaba.

Bajo aquella inmensa caída de agua, un río corría en abundancia, montaña abajo. Desde allí se podía ver la gran mole de piedra que se alzaba al norte, envuelta en una hermosa capa verde; y al este de la isla: la selva que me había tenido prisionero aquella noche, la playa donde yacía la Tempestad y el arrecife, que dibujaba nuevamente líneas blancas en el mar.

«Tsuo-Po. Ha vuelto».

Pero no veía más. La montaña que escupía aquellas aguas me impedía ver la costa oeste.

«Tengo que llegar a la cima».

Tenía mucha hambre y nada con qué aplacarla, pero al menos saciaría la sed: llené la bota en la laguna y me reconforté con la frescura de sus aguas. Con energías renovadas retomé el camino hacia arriba.

Caminé. Trepé. Escalé.

Y, por fin, al largo rato, llegué.

El sol proyectaba entonces alargadas sombras tras los escasos árboles que coronaban el pico. Desde allí, la vista era magnífica, y contemplé la isla en su majestuosidad, perdida y solitaria en algún punto de aquel océano del que tan poco se sabía: hilos de plata decoraban sus montañas antes de perderse en una selva que se extendía de costa a costa; en el oeste, el litoral formaba una gran bahía, custodiada por infinidad de calas de arena blanquecina; en el centro mismo de la isla, un claro dominaba el valle, colorido por lo que supuse sería un campo florecido; y en el horizonte, allá donde la vista se perdía y el mar llegaba al cielo, a Norte, Sur, Este y en la dirección en la que el sol ya se escondía: nada.

La isla había ido desapareciendo a mis pies, a medida que el cielo, sobre mi cabeza, se oscurecía y se llenaba de estrellas. Presenciar la puesta de sol desde aquel alto rincón era un privilegio, pero no había olvidado el motivo que me había llevado hasta allí arriba. Oteé el valle en busca de unas casas que no encontré y de unos barcos que no avisté, hasta que ya no vi nada más que las que guían a los capitanes en las noches del océano.

Y, exhausto y apoyado en el tronco de un viejo árbol, caí en un profundo sueño.

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