RELATOS-MARTON 14: EL BARCO

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Relato de Xisco Calafat. // Ilustraciones  de Katsushika Hokusai.

 

Jacayl y yo contemplábamos el barco, atentos al rumbo que trazaban sus bordadas. Viró al Suroeste a menos de dos leguas de la costa, y cuando alcanzó el extremo de la isla, puso proa al Sur. Ocultos y sin quitarle ojo al navío que se escoraba ante nosotros, ella me contó que a cada reinolo representaba un color diferente, y que las Armadas Reales teñían sus trapos del color del reino al que servían. Sin embargo, Jacayl parecía estar segura de que el rojo sangre que ahora acechaba la isla no pertenecía a ninguno de ellos. El color de Solkha es el escarlata, no el carmesí, me aseguró; no es un navío Real. Tampoco eran pescadores, pues éstos no gastarían denarios en teñir sus velas. Entonces, ¿quién tripulaba aquella nave?

 

 

Seguimos su trayectoria con la mirada, a la espera de ver hacia dónde se dirigía y si la isla era su destino. A la altura de la gran bahía que se abría al Oeste fue haciéndose más grande, señal que confirmó lo que ya temíamos; no tardaría en arribar. Debemos escondernos, le dije a Jacayl señalando hacia la Torre Sur; desde allí arriba veremos sus movimientos. Tal vez ese barco fuera nuestra salvación, pero también cabía la posibilidad de que estuviéramos en peligro. Concluimos que, hasta asegurarnos, permaneceríamos escondidos, así que echamos a andar montaña arriba. Si a Jacayl le impresionó el entorno que decoraba nuestro ascenso no lo expresó; probablemente seguían repitiéndose en su cabeza los trágicos acontecimientos que la habían conducido hasta mí la noche anterior. Traté de rescatarla de tan tristes pensamientos hablándole de la isla, de sus deliciosos frutos y de las increíbles olas que atravesaban el océano para ir a morir frente a sus costas. Ella me preguntó cuántos años tenía yo, y caí en la cuenta de que ya se debían de haber cumplido trece desde mi Día de la Llegada, festividad que no pude disfrutar en compañía de mis padres, pues se marcharon poco antes de la emotiva fecha.

 

 

La noche cayó cuando tratábamos de llegar hasta la cima, así que nos tumbamos a descansar en una planicie cercana a la laguna. Jacayl cayó rendida y se durmió al instante, y yo me mantuve alerta por si escuchaba algún ruido extraño. Desde aquella posición no podía ver el barco, aunque la oscuridad que pronto nos arrebujó me hubiera impedido de todas formas observar al recién llegado. No dejaba de darle vueltas a la posibilidad de que esa tripulación pudiera ayudarnos, sacándonos de la isla y llevándonos a otro lugar, de la misma forma que no dejaba de pensar en que dónde estaría yo mejor que allí.

Cuando Jacayl abrió los ojos yo seguía despierto. No había logrado pegar ojo, pese a mis intentos. Me debatía entre la idea de descender y llegar hasta el barco para que la niña pudiera volver con su familia y la de permanecer ocultos hasta que el navío volviera a hacerse a la mar. Debo reconocer que me seducía esta última, lo que me hacía sentir culpable; Jacayl tenía un hogar al que regresar, yo no.

De súbito, Mirón apareció de nuevo, con el semblante transformado por el horror; había estado desaparecido desde que encontráramos los restos del naufragio y ahora se comportaba de manera completamente diferente a la habitual. Rompió a chillar, saltando y tirando de las mangas de mi camisa, muy excitado. ¿Qué le ocurre?, preguntó Jacayl. Creo que es el barco, dije yo; por alguna razón le pone muy nervioso.

Seguimos a Mirón hasta la cima tan rápido como pudimos. Al llegar nosotros, él observaba al navío, que permanecía fondeado cerca de la costa, dentro de la bahía. Pese a la distancia, divisamos un pequeño bote que cruzaba las aguas, seguramente portando a sus tripulantes a tierra firme. Habían de ser hostiles; el comportamiento de Mirón daba a entender que sabía muy bien quién era aquella gente y que no era de su agrado.

Decidimos pasar el día ocultos en las alturas. Teníamos agua y sombra, así que, pese al hambre, estaríamos bien, y la esperanza nos hacía creer que tal vez el barco no tardase en zarpar. No obstante, de no ser así, tarde o temprano tendríamos que descender a por comida; y si los intrusos descubrían la Tempestad, era de esperar que no levaran anclas hasta dar con su tripulación, aunque también era posible que creyeran que ésta hubiera perecido, en vista del lamentable estado en el que se encontraba la embarcación. No podíamos hacer otra cosa que esperar. Y así pasamos varios días.

 

 

El hambre se manifestó en forma de rugidos, y al ocaso del cuarto día decidí aprovechar la oscuridad para tratar de adentrarme en el bosque y recoger algunas bayas; pero Jacayl me persuadió, argumentando que un paso en falso entre las rocas podría costarme muy caro. Yo agradecí que aplacara mi acceso de valentía, pues además de la oscuridad y la montaña, sabía perfectamente qué otros peligros escondía la noche en Oylhia. Resolvimos esperar al amanecer.

Llovía. Esa noche había sido particularmente fresca, así que Jacayl y yo habíamos dormido abrazados, junto a Mirón; y al alba habían comenzado a caer las primeras gotas. Ambos conocíamos el riesgo de mi misión, pero no podíamos dejar pasar más tiempo sin llevarnos algo al estómago. Ella accedió a quedarse en la cima junto a nuestro apesadumbrado amigo y su mirada de desaprobación, y yo maldije el no haberme llenado los bolsillos de comida antes de iniciar el ascenso días atrás; aunque de nada servía lamentarse ahora. Me adentré en el bosque que tan bien conocía y caminé hacia mi objetivo.

Pero antes de alcanzarlo, una mano firme y grande me agarró.

Surfer Rule
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