NÉMESIS, AMANTE Y MUSA

Incapaz de que pase un suspiro sin pensar en el mar, todo el espacio que tiene mi cabeza para almacenar ideas, todo mi pensamiento estaba ocupado por una sola imagen: el surf. Decir que fue una obsesión se queda corto, y mentiría si no admito que estuvo muy cerca de ser una adicción. Durante más tiempo del que me hubiera gustado estuve enganchado al surf, de una manera tóxica y enfermiza.

Organicé mi existencia alrededor del océano y del ritmo que marcan las mareas de forma compulsiva, obviando el resto de mi realidad por importante que fuera. No había nada más importante que entrar al agua a calmar esa ansiedad que estaba haciendo que me quemara el pecho. Como un adicto que necesita otra dosis para calmar a los demonios internos, yo necesitaba ir a surfear una vez más, beber del elixir que el mar me ofrecía.

Me sentía estúpido si no empleaba cada segundo en el mar, como si estar en tierra firme fuera una desgracia. Cada minuto que no pasaba mojado era una maldición que duraba una eternidad. Y esto era una paradoja, porque cuando volvía a coger la tabla de surf la decepción se apoderaba de mí, como si no pudiera calmar la sed de surf que tenía. Esta absurdez me confundía y ponía más ansioso.

Con cada sesión la capacidad de saciarme, de apaciguar los nervios, disminuía. Y volvía al agua con más frecuencia, doblando la apuesta que había hecho con ese diablo que me hacía volver al mar para hacer que me encontrara con la confusión una vez más. Se convirtió en un juego por ver quién llegaba más rápido: la ansiedad por entrar al mar o la decepción después de hacerlo.

Absorbió toda mi vida, dejando un rastro a su paso bien parecido al que queda después de un huracán. Destrozó muchas de las relaciones que tenía con amigos y familiares, y dañó gravemente a cualquiera que estuviera cerca. En una espiral destructiva, en la cual todos salíamos perdiendo, pues también me estaba destruyendo a mí.

Y un día decidí dejarlo. Sin avisar al demonio ni a la ansiedad dejé de ir a la playa, dejé de mirar al mar y luché por eliminarlo de mi pensamiento. Había pasado a ser una marioneta en manos del surf, controlado y dirigido por la tabla de surf. Decidí romper con la maldición y alejarme de la costa para retomar el control de mis pensamientos, de mi vida y de las relaciones que tenía con quienes me rodeaban.

Pasaron varios meses, en los que fui creando un muro para protegerme del hechizo que me llevó a distanciarme del surf. Empecé a restarle valor y a relegarlo, a degradarlo y bajarlo de categoría. No quería que volviera a dominar mi vida y decidí que lo mejor era fingir que no era importante y que nunca lo fue.

Como quien termina una relación que ha marcado su vida, quise distanciarme de aquello que me había hecho daño. Esa distancia me llevó a etiquetarlo de «poco importante» o «un simple deporte» para poder lidiar con los sentimientos contradictorios que tenía dentro de mí. La estrategia era débil, poco eficaz y, cuanto menos, ilusa.

Este deporte sí había sido importante, y evidentemente lo seguía siendo, el problema era el enfoque. Al inicio me centré tanto en él que me absorbió el alma y gobernó mi cuerpo, dejé que tomara el control e hiciera lo que quisiera conmigo. Pero la solución no pasaba por eliminarlo de mi vida o destituirlo del puesto que tan bien ocupaba.

La solución más eficiente y la que decidí tomar fue una intermedia. Decidí colocar el surf en ese hueco en el que encaja perfectamente, en ese sitio que me permite usarlo como una herramienta. En el espacio que ya estaba diseñado y que no había usado nunca, que me permite amplificar el resto de aspectos de mi ser.

El surf ha sido mi némesis, una amante que me rompió el corazón y una musa que me inspira. Ahora actúa como un altavoz vital, pues me permite descubrir facetas más intensas e interesantes de mí mismo y los que me rodean. Me facilita el descubrimiento y la generación de ideas y me conecta con algo mayor que mi ser, para lo que aun no tengo nombre.

Foto de portada: National Geographic

Tags:
Ardiel González
ardiel@gmail.com
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